Antonio José Quesada Sánchez, Becario de Investigación MEC, Universidad de Málaga.
INDICE:
1) Introducción.
2) Ideas generales de las que partir: eficacias relativa y refleja de los contratos .
3) El contrato en daño de tercero: ideas introductorias.
4) Disección de la figura: elementos.
5) Distinción del contrato en daño de tercero respecto de una serie de contratos en los que, de alguna manera, aparece un tercero.
6) Atención doctrinal dedicada a la figura.
7) Conclusiones extraíbles de las reflexiones realizadas.
1. Introducción
¿Existe realmente en nuestro Derecho una figura denominada «contrato en daño de tercero»?. Pretendemos, en este trabajo, estudiar una cuestión que en nuestro país no ha sido suficientemente considerada: la posible existencia de esta figura, que podría servir para cubrir problemas como los derivados de la ruptura de un pacto de exclusiva por celebrar un contrato posterior que lo incumple. El problema no es meramente teórico. Pese a la redacción del artículo 1257 CC, sabemos que existen supuestos en los que de la conclusión o ejecución de un contrato se derivan daños para algún tercero al mismo. Y pretendemos estudiar estos supuestos.
Con dicha pretensión, iniciamos la presente investigación, que debemos aclarar que no es completa con este trabajo. Las reflexiones que presentamos no son más que la base, una especie de primera parte de un estudio que debemos continuar, dividiendo los diferentes supuestos posibles de estudio englobables bajo esta denominación. Pero es un apartado necesario, dado que aportamos la base que estimamos adecuada para afrontar con garantías el estudio de la figura. Aquí dedicamos nuestra atención a la inserción del tema dentro de su ámbito natural de estudio: la cuestión de la eficacia de los contratos, así como desgranaremos la figura y la diferenciaremos de otros contratos con los que pudiese tener cierta semejanza.
2. Ideas generales de las que partir: eficacias relativa y refleja de los contratos
La base de la que debe partirse a la hora de realizar un análisis acerca de la eficacia de los contratos nos la otorga, en primer lugar, el artículo 1089 de nuestro Código Civil (en adelante, CC), que señala las fuentes de las obligaciones en nuestro ordenamiento jurídico: son la ley, el contrato, los cuasi contratos, los delitos (actos y omisiones ilícitos) y los «cuasi delitos» (actos y omisiones en que intervenga cualquier tipo de culpa o negligencia; no entraremos a estudiar la interesante cuestión de la voluntad unilateral como fuente de obligaciones). Obviamente, nos resulta de interés el contrato como fuente de obligaciones: de los artículos 1091 y 1255 CC se deduce que las obligaciones nacidas de los contratos son lex inter partes, no debiendo contravenir a las leyes, la moral ni el orden público.
Sin perjuicio de que puedan existir ciertas reflexiones doctrinales que plantean determinadas dudas, en nuestro ordenamiento, la cuestión de la eficacia de los contratos es regulada por el artículo 1257 CC, artículo muy conectado con el artículo 1091 del mismo cuerpo, y del que, por el momento, obviaremos su párrafo segundo.
Mediante su lectura, comprobamos que los contratos producen efecto entre las partes que los otorgan y sus herederos , salvo, en este último caso, que los derechos y obligaciones sean intransmisibles por naturaleza, pacto o disposición de la ley.
No nos detendremos a estudiar en profundidad la cuestión de los efectos de los contratos, sino que nuestro repaso estará formado por las reflexiones más conectadas con el tema objeto de nuestro estudio, aunque, por ejemplo, debamos destacar que las partes no sólo se obligan a lo expresamente pactado (efectos voluntarios del contrato), sino también a todas las consecuencias (entendiendo por éstas el enlace entre un efecto y su causa) que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley, según establece el artículo 1258 CC (efectos necesarios del contrato): señala la STS 17-1-1986 que nos encontramos ante complementos necesarios para la total realización del convenio.
El tema de reflexión debe desplazarse hacia los efectos entre las partes y sus herederos y, sobre todo, respecto de terceros. Ya se ha señalado que el contrato es «lex inter partes», y éstas se encuentran vinculadas por lo expresamente pactado y por lo derivado por naturaleza de la buena fe, los usos normativos y la ley (así como en su caso, los herederos). Mas no son las partes las que nos interesan en este momento, sino que debemos meditar acerca de si la conclusión o ejecución de un contrato genera algún tipo de efecto para los terceros, entendidos como todos aquellos que no son parte del contrato o herederos (no sucesor a título particular) de las personas parte en el mismo.
Una vez determinado ese tercero, debemos aclarar dos cuestiones. Debe meditarse, en primer lugar, desde el punto de vista del tercero, acerca de si un contrato puede generar algún tipo de obligaciones o derechos para el mismo. En segundo lugar, acerca del necesario respeto del contrato por los derechos de terceros.
Comencemos refiriéndonos a la primera de las cuestiones citadas, esto es, si el contrato puede generar algún tipo de obligación para un tercero al mismo. El artículo 1257 de nuestro CC (equivalente español del artículo 1165 del Código Civil francés) recoge, en su primer párrafo, una regulación procedente del Código Justinianeo (libro VII, título LX), en virtud de la cual el contrato es «res inter alios acta», por lo que a los terceros (y ya sabemos inicialmente quiénes son), en principio, toda la reglamentación creada por el mismo ni les beneficia («nec prodest») ni les perjudica («nec nocet»). Y ello es así porque el contrato es un acto de ejercicio de un poder de autonomía privada (el análisis etimológico del término resulta clarificador) y ésta implica la posibilidad de dictar la ley por la que se ha de regir la propia esfera jurídica. Si el contrato tuviese eficacia en la esfera jurídica de terceras personas, dejaría de ser un acto de autonomía propia, pasando a tener efectos en la esfera jurídica ajena.
Parece clara la idea: el contrato no puede convertirse en fuente de derechos y obligaciones para terceros sin su consentimiento. Pero esto no debe inducirnos a confusión respecto de otra cuestión necesariamente próxima: el deber genérico del tercero de tener en cuenta el contrato, si es conocido o incluso si debiera haberlo sido (serán supuestos a estudiar posteriormente), en su actuación dentro de la realidad jurídica, algo que todos deben realizar (por ser conforme a la buena fe), adentrándonos en lo que la doctrina ha denominado «eficacia indirecta», «eficacia mediata» o «eficacia refleja» del contrato . Una vez perfeccionado el contrato, tal y como expone D??EZ-PICAZO en acertada expresión, éste penetra en la realidad jurídica, instalándose en su seno, con lo que todo trato posterior debe contar con los negocios ya realizados, fundarse en ellos y no vulnerarlos (aunque todo esto no implique que ese tercero pase a convertirse en parte del mismo, únicamente por respetar los contratos, actuación basada en el principio «neminen laedere» ). Sobre esta cuestión, D??EZ-PICAZO y GULLÓN señalan algo que, por evidente, obviamos en nuestra explicación: el tercero, al celebrar un contrato, debe soportar los efectos de los contratos celebrados con anterioridad por el transmitente si influyen en aquel derecho. Sin embargo, ello nos resulta tan evidente que no creemos necesario señalarlo expresamente.
El tratamiento doctrinal de esta cuestión parte de IHERING: los actos reflejos se caracterizan por no proceder de la voluntad del que realiza el acto causa del efecto reflejo y por manifestarse en punto distinto a aquel en el que reside la causa originaria. Todo negocio produce un efecto reflejo para los terceros, en el sentido de que no puede aislarse en el mundo jurídico, sino que se integra en el entramado de relaciones. La repercusión, señala IHERING, puede ser de mero hecho (por ejemplo, quien se beneficia de una servidumbre de vistas constituida en favor de otro) o jurídica (la interrupción de la prescripción por uno de los comuneros aprovecha a los demás). Estamos ante una consecuencia de la ley o del negocio, pero que no es su finalidad.
La doctrina de IHERING es recogida por otros autores (VON THUR, GIOVENE, MESSINEO o CARIOTA FERRARA), que, cuestión discutible, incidirán, por su parte, en el hecho de que la eficacia refleja presupone previa relación entre las partes o de una de ellas con el tercero afectado.
GIOVENE, por su parte, y siguiendo la estela de Ihering, incidirá en que la norma que limita a las partes la eficacia del contrato no puede considerarse como absoluta y necesaria, debido a las excepciones que presenta. SAVATIER, al estudiar el artículo 1165 del Código Civil francés (como dijimos, equivalente galo de nuestro artículo 1257), advierte de la peligrosidad de entenderlo literalmente, y C. MASSIMO BIANCA se ocupa, dentro de un capítulo dedicado al tercero, de la «eficacia reflessa», cuyo significado se especifica, según señala, en la relevancia externa del contrato como presupuesto de la posición jurídica frente al tercero (la relevancia externa se manifiesta en la tutela del derecho contractual «erga omnes»; el contrato tiende a crear, modificar o extinguir una posición jurídica que, por no incidir en la esfera jurídica del tercero, debe ser respetada por el mismo conforme al principio del respeto de los derechos ajenos), y en la oponibilidad del contrato frente al tercero (frente a todo tercero que ostenta una posición jurídica en conflicto con la del adquirente, incompatible total o parcialmente con la adquisición contractual, señala: oponibilidad del contrato implica prevalencia del título contractual de adquisición frente al título que pueda ostentar algún tercero), cuestiones que estudiaremos en su momento.
Por su parte, D??EZ-PICAZO no sugiere la oponibilidad como concreción de la eficacia refleja, sino que la diferencia como eficacia provocada del contrato frente a tercero. Lógicamente, el contrato debe ser conocido, o poder serlo, por lo que resulta difícil determinar con exactitud cuáles son los presupuestos necesarios para que se produzca esa oponibilidad. En principio deben haberse observado, en su caso, determinados requisitos de forma, y en defecto de tal publicidad, se ha considerado bastante el conocimiento que el tercero tuviese del contrato anterior, aunque ni esto sea decisivo (ya lo repasaremos en su momento). Mientras, RAGEL S??NCHEZ distingue, tras realizar una reflexión similar a la realizada antes por nosotros, entre la eficacia directa del contrato (que afecta a las partes y a sus herederos a título universal), y eficacia indirecta (oponibilidad del contrato a terceros que lo conozcan ).
Por consiguiente, debe atenderse a la eficacia mediata, que, como se ha comprobado, implica el deber de respeto de la situación jurídica creada si existe la adecuada publicidad, es conocida o debiere serlo . Ello comporta la obligación de ese tercero de no celebrar con alguna de las partes contrato incompatible con éste para impedir su cumplimiento o frustrar el interés del otro contratante (GINOSSAR habla, incluso, de la existencia de una obligation passive universelle), sin perjuicio de la responsabilidad por incumplimiento contractual en que pueda incurrir el contratante que no cumple con sus obligaciones contractuales (D??EZ-PICAZO y GULLÓN citan cuatro sentencias del TS que sirven para fundamentar esta idea: son las de 23 de marzo de 1921, 29 de octubre de 1955, 9 de febrero de 1965 y 16 de febrero de 1973). El incumplimiento de este deber de respeto nos introduce en una cuestión que merece ser tratada con el máximo interés, y lo será en su momento, y que por ahora únicamente apuntamos: la llamada «tutela aquiliana de los derechos de crédito». Este tema de la tutela aquiliana de los derechos de crédito, sobre el que incidiremos en su momento, ha sido estudiado en Italia al hilo de los casos de los jugadores del Torino y del asunto Meroni (en este sentido, por ejemplo, REDENTI , BARBERO , GRECO , SANTOSUOSSO , CIAN y BUSNELLI ).
A pesar de la atención prestada, no es ésta la única cuestión a tener en cuenta en este momento introductorio, como ya expusimos, sino que también debemos incidir en otro tema: no sólo debe valorarse el respeto de los terceros a los contratos celebrados por otros, si son conocidos (o puede concluirse racionalmente, tras valorar cada caso concreto, que debieran haberlo sido), sino que también debe destacarse, más desde el punto de vista del contrato, el necesario respeto de dicho contrato por los derechos de terceros al mismo. El contrato es un acto de ejercicio de un poder de autonomía privada y ésta implica la posibilidad de dictar la ley por la que se ha de regir la propia esfera jurídica, con lo que si el contrato tuviese eficacia en la esfera jurídica de terceras personas (distinta de la inevitable eficacia refleja en su caso, obviamente), pasaría de ser un acto de autonomía propia a ser un acto de heteronomía, un acto que, en realidad, viene a «invadir» la esfera jurídica ajena. Si el contrato es «lex inter partes», no resulta coherente que esa «lex privata» pueda vincular a quien no participó en su formación. Debe el contrato celebrado respetar los derechos de las personas ajenas al mismo, sin que pueda producir perjuicio a un contrato previo de éstas con una de las ahora partes, como si no existe ese contrato previo y, sin más, el contrato es perjudicial para ese tercero porque, por el motivo que sea, se encuentra con que se invade su esfera y se le provoca un daño, lisa y llanamente: la celebración o ejecución de un contrato provoca una intromisión en su esfera jurídica (por ejemplo, ruptura, en su perjuicio, de una cláusula de exclusiva por la celebración de un contrato posterior de la otra parte en el mismo, con un tercero), que es la cuestión sobre la que nos vamos a ocupar posteriormente (téngase en cuenta que, como vimos, incluso para beneficiar a alguien mediante una donación, es necesaria la aceptación del beneficiado, «so pena de nulidad» de la misma): el tercero a un contrato no tiene la necesidad de soportar que éste le provoque un daño. Las partes contratantes, por ello, deben cuidar de no «inmiscuirse» en la esfera ajena: la lex privata lo es inter partes (y sucesores a título universal, como se desprende del artículo 1257 CC), no pudiendo extenderse sus efectos a terceras personas (la estipulación a favor de tercero, regulada en el apartado segundo del artículo 1257, señala que este tercero puede exigir su cumplimiento al obligado, pero siempre que le haya hecho saber su aceptación y no haya sido revocada la estipulación en cuestión), y siendo indiferente, a los efectos que ahora nos interesan, que tal intromisión provoque un daño a una previa relación contractual que ligaba al tercero con una de las partes ahora contratantes, como que el daño sea provocado en su esfera sin necesidad de vulnerar relación contractual previa.
3. El contrato en daño de tercero: ideas introductorias
Una vez repasado el tema general de la eficacia de los contratos, y sabiendo que producen ciertas consecuencias para los terceros (por mínimas que éstas puedan ser), debemos plantearnos la cuestión de si la conclusión o ejecución de un contrato puede originar el nacimiento de un perjuicio para una persona ajena al mismo (precisión ésta que deberá matizarse en su momento).
Un ejemplo puede servir para iniciar nuestra explicación, y podemos extraerlo de la clásica Sentencia del TS de 23-3-1921 . Determinada cantante, muy conocida, celebra un contrato con una sociedad por el que se obliga a impresionar discos para ella en exclusiva durante cinco años. La sociedad, la compañía «Talking Machine et Co.», a la que denominaremos «sociedad X» se reserva el derecho de hacer conocer tal convenio a las personas o entidades que le conviniera, notificando en su propio nombre y en el de la cantante, al contar con la autorización de ésta. A los tres años notifica por conducto de un notario tal contrato a la Compañía Española del Gramófono, S.A, a la que denominaremos «sociedad Y» (la cuestión de la información es básica, como comprobaremos en su momento). La cantante incumple la exclusiva, pues graba con la «sociedad Y» determinadas canciones, con lo que nos encontramos con que la celebración (y, sobre todo, la ejecución) del contrato entre la cantante e Y va a producir un daño a X, que comprueba cómo se ve vulnerada la exclusiva que en su día pactó (de las consecuencias de todo ello nos ocuparemos detenidamente en su momento).
Este ejemplo nos introduce en el tema de la existencia de contratos con los que se produce un daño a un tercero (ya provenga de la mera conclusión, ya de la ejecución del mismo).
Tal tipo de contrato (o, mejor dicho, debemos hablar, más que de tipo de contrato, de patología jurídica, pues no debemos apreciarlo más que como una anomalía), no se encuentra regulado como tal en nuestro Código civil (como sí lo está, en cambio, la estipulación en favor de tercero, por ejemplo; el artículo 1165 del Código civil francés, en cambio, sí hace expresa referencia a que los contratos no pueden beneficiar, pero tampoco perjudicar, a terceros). Y decimos que no se regula como tal por el hecho de que no aparece dicha figura en el artículo 1257 u otro de nuestro CC, aunque sí existan ciertos artículos en los que parece apreciarse cierta influencia de esta doctrina (parece estar subyacente en el artículo 16.1 p. 2º del R.D. 1006/1985, de 26 de junio, por el que se regula la relación laboral especial de los deportistas profesionales, citada como tal en el artículo 2.1.d) del Estatuto de los Trabajadores).
Por todo ello (valórese que, básicamente, nos encontramos ante un contrato que, por causa de su celebración o de su ejecución, provocará un daño, material o moral, en un tercero al mismo), no parece desacertado aproximarnos al contrato en daño de tercero ofreciendo alguna definición inicial que nos aporte algo de claridad a la cuestión. GULLÓN , por ejemplo, se refiere a los contratos en daño de tercero como a «aquellos (contratos) en los que un tercero, que se encuentra en las condiciones que señalaremos más adelante, recibe un daño como consecuencia de un contrato, bien sea esa consecuencia querida por las partes que han celebrado el contrato para producirla, bien se haya producido sin esa intención dolosa» (también otros autores han definido este contrato, con mayor o menor interés, dedicación o acierto ).
Una vez realizada esta primera aproximación, debemos realizar una aclaración. Se incide en bastantes definiciones en el hecho de que el daño puede ser pretendido por las partes o no. A pesar de que esta separación tendrá consecuencias posteriores (a la hora de valorar los diversos supuestos y soluciones posibles), aceptarla en la propia definición es, en cierto modo, una reacción frente a la tajante división que realizara FERRARA SANTAMAR??A respecto de estos contratos, según que el daño sea el objeto o la consecuencia del mismo, esto es, tanto de su celebración (sin intención de dañar) como de su ejecución : estimamos que deben diferenciarse los casos en que se pretende producir el daño de aquellos en que no se pretende (y se realizará en su momento), pero en el primer bloque esta intención no se eleva a la categoría de objeto, como propone FERRARA SANTAMAR??A, sino que, como después estudiaremos, puede ser relevante a la hora de valorar la licitud de la causa (y, sobre todo, a la hora de la reparación). Esta cuestión se entrelaza con otra próxima (no suficientemente expuesta en las definiciones ofrecidas): la causación del daño con la perfección del contrato o con la ejecución del mismo.
Debe tenerse en cuenta que el daño suele provenir de la ejecución del contrato, aunque ya un incumplimiento contractual como el que se producirá, sin más, puede constituir un daño (en el sentido que, sin ser doctrina unánime, apuntan ya las SSTS de 9-5-1984, 27-6-1984 y 24-9-1986, señalándolo expresamente: «por regla general, el incumplimiento puede constituir per se un perjuicio, un daño, una frustración en la economía de la parte, en su interés material o moral, pues lo contrario equivaldría a sostener que el contrato opera en el vacío y que las contravenciones de los contratantes no tienen ninguna repercusión»).
Por ejemplo, al vulnerarse un pacto de exclusiva, el daño se producirá efectivamente cuando se ejecute el pacto, aunque la formalización del mismo implique cierto perjuicio para la relación previa (pues allana el camino para el daño, pero mientras no exista ejecución, la celebración no implica más que la creación de una relación con efectos obligacionales inter partes y que no le afectará todavía; sin perjuicio de que no resulte «indicio satisfactorio» de la intención de cumplir del obligado que haya concluido un contrato que, si llega a ejecutarse, va a implicar daño a la primera relación, la suya), sin perjuicio, además, de que la mera conclusión del contrato pueda ya implicar el surgimiento de un daño moral, también resarcible, como comprobaremos.
El caso de la falta de respeto de una opción de compra por aquel obligado a ello es ejemplo también claro: supongamos que entre A y B existe un pacto de opción de compra sobre un determinado objeto, pero A lo vende a C sin que haya transcurrido el plazo de que gozaba B para plantearse la compra. La perfección del contrato de compraventa (consumada por el mero consentimiento, según señala el artículo 1450 CC, concurriendo el resto de elementos necesarios señalados en el artículo 1261) no provocará un concreto daño (salvo, quizá, moral, también indemnizable), en el sentido de que el mero acuerdo no transmite la propiedad de la cosa, y lo único que se crea es un pacto con eficacia inter partes que, de llegar a ejecutarse, provocará el daño: el daño se produce en el momento de la entrega, esto es, acto debido de ejecución del contrato (sin perjuicio de los efectos obligacionales existentes desde la perfección, pero son, obviamente, efectos inter partes).
Aunque debe aclararse un extremo: para que el daño producido por la ejecución del contrato pueda ser incluido dentro de la dinámica del contrato en daño de tercero debe derivarse de lo expresamente pactado o de la correcta ejecución de lo pactado conforme a la adecuada diligencia (y ello a pesar de que pueda causarse el daño sin pretenderlo: ambos extremos no están reñidos), no debiendo ello confundirse con el caso de que se haya producido a un tercero un daño derivado de un cumplimiento anormal, equivocado o doloso de un contrato, pero en ningún caso pactado o adecuado a la diligencia pactada o habitual en el caso concreto a que se refiera la prestación debida a cargo de una de las partes (sería el caso, por ejemplo, de que dos partes pactasen la celebración de una concreta obra, y durante la misma, la parte que la está realizando lleva a cabo, sin intervención ni conocimiento alguno de la otra, dentro de su labor, un acto negligente y daña a un tercero, sin más; no es el caso de que, conscientemente, se pacte el daño causado o resulte insertable dentro de la órbita del pacto): en tal caso no estamos ante un contrato en daño de tercero, a pesar de que se ha derivado un daño para un tercero de la ejecución de un contrato, ya que tal causación no podemos insertarla dentro de la órbita de lo pactado o de lo que debe considerarse adecuado conforme al adecuado cumplimiento de la obligación, sino que se inserta dentro de una inadecuada ejecución por una de las partes, lo que provoca que deba extraerse de la regulación a que aquí hacemos referencia, desvinculándose de la relación contractual (el tercero dañado puede exigir responsabilidad extracontractual al dañante, como en cualquier caso en que se daña a otro, conforme a las pautas generales del artículo 1902 CC, y el dañante debe responder; todo ello sin perjuicio de que las partes contratantes puedan haber pactado algún tipo de distribución de responsabilidad, válida inter partes).
Por otra parte, la definición nos ofrece un dato que, no por evidente, es menos importante: el daño a tercero (o terceros, según cada caso), es producido por un contrato, y este dato posee una interesante capacidad discriminadora, ya que implica que no quedan abarcados por nuestro ámbito de estudio aquellos casos en los que se va a generar un daño a un tercero derivado de un incumplimiento contractual provocado directamente por la intervención de un tercero pero no mediante la conclusión de otro contrato, sino por medio, por ejemplo, de un acto dañoso (aunque ésta sea cuestión que trataremos posteriormente, y a tales reflexiones remitimos ahora).
4. Disección de la figura: elementos
Una vez que ya hemos expuesto la base inicial, parece oportuno repasar, dado el interés introductorio que posee, cada uno de los elementos que se nos ofrecen en la denominación: antes de estudiar las diferentes situaciones, responsabilidades y vías de reparación existentes (objeto del próximo gran apartado de este trabajo), parece oportuno incluir algunas reflexiones acerca de la existencia de un contrato, la producción de un daño y su «sufrimiento» por un tercero. Sin mayor preámbulo, iniciemos tal repaso.
4.1 Existencia de un contrato
El daño se produce por la conclusión (o ejecución, pero este dato es ahora de interés relativo; se estudiará en su momento) de un contrato, dotado de los elementos necesarios (consentimiento, objeto y causa, aunque pueda existir polémica acerca de la licitud de la misma; artículo 1261 CC). Será la conclusión de un contrato y no cualquier otro tipo de acto el que va a provocar, de alguna manera, el daño, y esto debe de destacarse claramente.
Una relación contractual puede ser dañada no sólo por otro contrato, pero nosotros estudiaremos, dentro del contrato en daño de tercero, las situaciones en las que existe un daño provocado por la conclusión o ejecución de un contrato, y no por algún otro tipo de actividad de un tercero, caso en el que el tercero, mediante la realización de un acto, provoca un daño a la citada relación de la que no es parte. Por ejemplo, A contrata con B, afamado artesano, la realización de determinada obra. C quiere impedir el desarrollo normal de dicho contrato, y lo hace lesionando a B para que no pueda realizar dicha obra.
En este caso no debe considerarse que ha incumplido tal relación, de la que no es parte, o que es responsable contractualmente, sino que responde extracontractualmente, por haber causado un daño a una relación obligacional que merece el respeto por parte de los terceros a la misma que tienen conocimiento de su existencia, sin más, dentro de la protección aquiliana que merece todo contrato, como tendremos ocasión de comprobar; no será responsable por incumplir una obligación que no le obligaba.
En este sentido, TRIMARCHI ya estudió la responsabilidad del tercero por la causación de un perjuicio a un derecho de crédito en general, esto es, sin ceñirse a una vía concreta de lesión, y distinguía dos hipótesis: la primera referente a la estipulación entre el deudor y el tercero de un contrato incompatible con el cumplimiento, por parte del deudor, de su deuda preexistente (estaríamos ante un contrato en daño de tercero).
Pero no es el único mecanismo para perjudicar el normal cumplimiento de tal obligación preexistente, y por ello aparece una segunda posibilidad para perjudicar tal relación contractual: la de la acción dañosa contra la citada relación, que comprenderá desde el homicidio o lesión del deudor (casos que pueden parecernos extremos pero que, curiosamente, son clásicos en Italia, donde los accidentes de aviación provocaron dos conocidos casos de lesión de una relación contractual por causa de un acto lesivo de tercero, que causa la muerte de una de las partes: el caso de los jugadores del Torino, que concluyó buen número de contratos deportivos por muerte de los interesados, y el del jugador Meroni), hasta la destrucción o daño de la cosa necesaria para poder cumplir la obligación.
Obviaremos otros supuestos en que el daño no es ocasionado por la conclusión o ejecución de un contrato, como el de la repudiación de la herencia en perjuicio de los propios acreedores (recogido en el artículo 1001 CC), ciertas responsabilidades del Notario en casos de nulidad testamentaria (artículos 705 y 715 CC), las responsabilidades del administrador de la herencia (artículos 1031 y 1032 CC), los supuestos de los artículos 1324 y 1495.2º CC, o los actos perjudiciales producidos en el seno de una sociedad anónima, limitada (procedentes de la Junta General o del administrador, administradores o Consejo de Administración), sociedad cooperativa, civil, en el seno de una comunidad de bienes, comunidad hereditaria o en una comunidad de vecinos en régimen de propiedad horizontal, donde el perjuicio sólo en contadas ocasiones se producirá existiendo un contrato en algún momento.
4.2. Producción de un daño
Como consecuencia de la conclusión o ejecución del contrato, se produce un daño. Después nos ocuparemos del concreto daño contractual y extracontractual que se origine en cada caso, pero estimamos conveniente establecer de entrada una serie de reflexiones generales acerca del daño. Sin perder de vista el riesgo existente a la hora de ofrecer un concepto sobre el daño, sobre todo teniendo en cuenta que el término «daño» lo usamos de un modo amplio y no técnico, creemos oportuno ofrecer alguna definición inicial, con valor aclaratorio, sobre todo como primera aproximación. PANTALEÓN rechaza tanto la concepción «objetiva» del daño patrimonial, como la «teoría de la diferencia», optando por un concepto «subjetivo», que tenga en cuenta las circunstancias específicas del concreto dañado, salvo que una norma disponga excepcionalmente lo contrario (por ejemplo, art. 1108 del CC), que lleva a definir el daño como «lesión de un interés valorable en dinero», entendiendo el «interés» como el interés subjetivo-histórico del concreto dañado en la existencia o integridad de la cosa destruida o deteriorada o en la realización de la actividad impedida, o en la omisión de la actividad impuesta por la conducta del dañante, y no como el interés «objetivo-típico» del que se habla cuando se define el derecho subjetivo como interés jurídicamente protegido.
El concepto de daño patrimonial incluye dos elementos: en primer lugar, el daño emergente (disminución de los valores patrimoniales que el perjudicado tenía en su haber, esto es, el daño sufrido efectivamente, añadiendo la previsión de efectos futuros de un daño presente) y el lucro cesante (beneficios o ganancias dejadas de obtener como consecuencia de haber sufrido un daño, mas no meros deseos de ganancia; el principal problema está en las dificultades de valoración y prueba, no pudiendo presumirse, tal y como señala la STS de 17-12-1990), conceptos que serán estudiados en su momento.
Pese a que no nos ocuparemos expresamente de las distintas clasificaciones sobre los daños que existen , sí aludiremos a la distinción de mayor relevancia, la existente entre daños patrimoniales y no patrimoniales, ya que ambos pueden producirse como consecuencia del contrato en daño de tercero (estimamos incorrecto un concepto de daño que excluyese el daño moral o no patrimonial: es perfectamente posible el nacimiento de un daño moral como consecuencia de un contrato en daño de tercero, y si surge debe ser reparado).
El Derecho está dirigido a tutelar la esfera jurídica de cada sujeto de derecho, y ésta conforma el ámbito de actuación de que es titular, compuesta por todos los derechos y bienes jurídicos que le pertenecen. Tal esfera se compone de bienes personales (vida, nombre, honor,…), patrimoniales (desenvueltos en la esfera del carácter económico que rodea a la persona) y familiares y sociales (representan el poder de la persona inserta en las organizaciones en que se mueve). Pueden delimitarse claramente dos sectores: por un lado, el compuesto por los bienes o relaciones de carácter económico denominado «patrimonio», y por otro, el conjunto de bienes o derechos que configuran el ámbito puramente personal del titular de la esfera jurídica (derechos de la personalidad, de familia y sociales). Por consiguiente, tal y como señala GARC??A LÓPEZ con gran capacidad de síntesis, «el patrimonio determina lo que la persona tiene y el ámbito personal lo que la persona es». Parece coherente, por ello, dividir los daños, por su naturaleza, en patrimoniales o materiales y no patrimoniales o morales, apareciendo dos sectores: por un lado, el compuesto por los bienes o relaciones de carácter económico denominado «patrimonio», y por otro, el conjunto de bienes o derechos que configuran el ámbito puramente personal del titular de la esfera jurídica (derechos de la personalidad, de familia y sociales). Para adjetivar el daño debe tenerse en cuenta la esfera afectada: si se lesionan o menoscaban bienes o derechos ubicados en el sector patrimonial, tal daño será patrimonial (por ejemplo, la lesión de un derecho de crédito; los daños patrimoniales serán los más frecuentes en el caso de que se dañe por un contrato, ya que normalmente se causará un perjuicio en derechos o situaciones del ámbito patrimonial), y si la lesión o menoscabo la sufren bienes o derechos pertenecientes al ámbito personal de la esfera jurídica del sujeto de derecho, dicho daño deberá considerarse como daño no patrimonial.
Cabe la posibilidad, por lo tanto, de que se produzca un daño que debe ser reparado (hoy día sería un anacronismo defender la postura de la imposibilidad de reparar esta clase de daños, o la inmoralidad de aceptar el «dinero de dolor»; desde 1912 ya existe unanimidad en España acerca de ello, aunque en Estados Unidos, todavía en 1902, una sentencia considerara repugnante una reclamación de indemnización por daños morales). El fundamento de la necesidad de reparar es el común a toda otra reparación: necesidad de subsanar las consecuencias dañosas de una falta sufridas por la víctima. Los daños morales afectan a la persona, en cualquiera de sus esferas que no sea la patrimonial, y se admite sin gran polémica la necesidad de su reparación ya desde la clásica STS 6-12-1912 (daños morales producidos en el honor de una mujer como consecuencia de la publicación de una noticia falsa en un medio de comunicación), sin perjuicio de la dificultad de valoración del mismo.
La STS 23-2-1989, por su parte, señala que deben valorarse todas las circunstancia del caso, gravedad de la lesión efectivamente producida y el beneficio que haya obtenido el causante de la lesión como consecuencia de la misma (casi coincide con los criterios del artículo 9.3 citado). Esta remisión al caso concreto puede hacernos incurrir en un subjetivismo que ya se encargó de analizar GARC??A LÓPEZ , causa de producción de tres concretas consecuencias en nuestra jurisprudencia a la hora de solucionar estas cuestiones: en primer lugar, se producen ostensibles diferencias entre las resoluciones judiciales a la hora de fijar las cuantías indemnizatorias ante supuestos de hecho análogos; en segundo lugar, existen deficiencias a la hora de designar a los titulares específicos del derecho resarcitorio ; y en tercer lugar, existe falta de concreción o delimitación conceptual de las propias indemnizaciones (consúltese la STS 1-2-1974, por citar un claro ejemplo, junto a las SSTS, Sala segunda, 15-4-1988, 21-4-1989 y 22-4-1989), aunque es de justicia señalar que se van corrigiendo los citados problemas.
4.3 Existencia de un tercero al contrato sobre el que recae el daño
El artículo 1257 CC señalaba que «los contratos sólo producen efecto entre las partes que los otorgan y sus herederos». Por consiguiente, la primera definición que se debe señalar sobre quién debe considerarse tercero es negativa: debe estimarse que es tercero todo aquel que no ha sido parte en el contrato o no es heredero de alguien que ha sido parte.
Pero debe determinarse más profundamente el concepto de tercero. El estudio de las diferentes definiciones doctrinales de interés nos induce a concluir que existen autores que entienden por tercero aquél que es, sin más, totalmente extraño a la relación contractual (no es parte ni heredero de alguna de las partes), con lo que aceptan la inclusión del penitus extranei dentro del concepto de tercero (aunque sean diferentes el tercero totalmente extraño al contrato del tercero que no es totalmente extraño al mismo), mientras que otros no incluyen al totalmente extraño dentro del concepto.
Desde nuestro punto de vista, parece acertado aceptar un concepto de tercero que no discrimine al penitus extranei, dado que en algún caso puede resultar dañado por la celebración o ejecución de un contrato, y si no se incluye dentro del concepto de tercero, quedaría fuera de nuestra órbita de atención (valórese especialmente el supuesto de que el daño producido no se cause existiendo previa relación contractual). Por ello, y si queremos analizar cada caso posible, debe realizarse una distinción entre los casos en que exista previo contrato vulnerado (lógicamente, en este caso el tercero dañado no será penitus extranei, ya que estará ligado por un previo contrato con una de las partes ahora contratantes, lo que evita que se le considere totalmente extraño a la relación), y aquellos en que no exista (puede ocurrir, o bien que no sea totalmente ajeno al contrato celebrado, aunque no por estar vinculado por previo contrato, sino por otras razones, y, quizá, por ello, se le pretenda dañar con este contrato, o bien que sí sea total y absolutamente ajeno al contrato: recuérdese que no será necesario que el contrato esté dirigido a dañar al tercero, sino que tal daño puede ser una consecuencia no pretendida aunque lograda).
Una vez realizada esta primera aproximación al concepto de tercero (persona que no ha sido parte ni es heredero de una parte, pero que no suele ser totalmente ajena al contrato por la razón que sea, bien porque existe contrato previo que le une con una de las partes, o bien por la existencia de otra relación previa que impida considerarlo «penitus extranei», con lo que normalmente no incluimos al totalmente ajeno al contrato, aunque en algún caso sí lo será), debemos ocuparnos de un par de supuestos en los que puede existir duda acerca de si existe tercero o no, y deben ser citados.
En primer lugar, debemos referirnos a los contratos concluidos mediante representante. Sin ánimo de extendernos inútilmente, debe señalarse que en el caso de tratarse de representación directa, representante y representado son partes contratantes, con lo que no sería tercero el representado (si se sigue la teoría que estima que representante y representado no son parte, sino sólo el representante, sí sería tercero). En todo caso, siempre está por demostrar la existencia de un daño. En el caso de que la representación sea indirecta, el representante aparece externamente como el verdadero sujeto del negocio, siendo el representado un tercero (también es útil el artículo 1717 CC), aunque siempre esté por demostrar la existencia del daño. Si se concluye el contrato mediante representante legal, el concepto de parte recae en dicho representante, aunque los efectos jurídicos repercutan en la esfera jurídica del representado, y el daño, en su caso.
En segundo lugar, debemos ocuparnos de los contratos celebrados por quien no tiene el encargo del «dominus». Estamos ante la gestión de negocio ajeno, en el que el gestor oficioso es parte en el negocio, mientras que el «dominus» es tercero (alejado en todo momento de una relación que no encargó). Debe producirse, lógicamente, un daño, estando en juego la utilidad (artículo 1893 CC).
Como último apunte, debe señalarse que la figura de los contratos conexos (claro fruto de la evolución de los tiempos y del Derecho), puede llegar a desfigurar algo los conceptos de parte y de tercero : hoy día no es inhabitual la celebración de contratos conexos (contratos distintos que presentan una estrecha vinculación funcional entre sí por razón de su naturaleza o de la finalidad que los informa, que puede ser o no jurídicamente relevante y que no deben ser confundidos con los contratos mixtos o complejos, únicos pero con elementos extraidos de diversas figuras contractuales) y una consideración aislada de los mismos provocaría injusticias y disfunciones (el artículo 1257 CC es «hijo de su tiempo», incardinable dentro de unas coordenadas temporales concretas y fruto de una tradición histórica, y que en la actualidad parece un poco rebasado por alguna realidad actual), debido al avance social existente que provoca la cada día más frecuente interconexión contractual. Ciertos autores se han ocupado del tema, aunque estimamos que el mismo no ha sido, ni mucho menos, agotado. Pero da la impresión de que un tercero al pacto concreto de que se trate, pero parte en un contrato conexo con el mismo, no es un penitus extranei.
5. Distinción del contrato en daño de tercero respecto de una serie de contratos en los que, de alguna manera, aparece un tercero
En el caso objeto de nuestro estudio, aparecen un contrato y un tercero al mismo. Existen ciertas situaciones en las que, de una u otra manera, en el seno de una relación contractual, se ve inserto un tercero, disfrutando de una mayor o menor relación con la misma, y ello no implicará que, en todo caso, exista un contrato en daño de tercero, como comprobaremos. Por tanto, tales supuestos deben ser repasados muy brevemente y diferenciados, para desterrar cualquier tipo de duda respecto de la diferenciación.
5.1. Negocio sobre patrimonio ajeno
El primer contrato del que debemos diferenciar el contrato en daño de terceros es del negocio sobre patrimonio ajeno, que es aquel negocio que nace cuando una persona sobrepasa los confines de su patrimonio para invadir el ajeno. Dispone, por lo tanto, de bienes que no forman parte de su patrimonio (se presupone el carácter ajeno del objeto), con lo que la realización de tales disposiciones correspondería al propietario, y si otro las hiciera, a él no le afectarían.
Por ello, la diferenciación con respecto del contrato en daño de tercero parece meridianamente clara: en primer lugar, porque mientras el contrato en daño de tercero implica la realidad de la existencia de un daño para ese tercero, en el negocio sobre patrimonio ajeno existe validez «inter partes», obligacional (puede ser exigida por el otro contratante una reparación), mas ese negocio, por no afectar al titular del patrimonio, tercero al contrato celebrado, no le provoca daño alguno.
PUIG marcará un límite: alguien puede obligarse a vender cosa ajena en el sentido de obligarse al pago de la indemnización correspondiente si no consigue adquirir la cosa que se ha obligado a vender; la idea, en principio interesante, se difumina un poco si analizamos algo más profundamente las posibilidades de realización práctica: así, si obtiene la cosa ajena para venderla, integrándola en su patrimonio, en puridad está disponiendo de su propio patrimonio, sin perjuicio de su obligación anterior de procurar la venta, lógicamente, y si no la obtiene e integra en su patrimonio, sino que genera que ese tercero ceda tal bien, el esquema parece recordar más al del contrato a cargo de tercero, sin que por ello exista confusión al respecto.
Por último, debe señalarse que la esfera del negocio sobre el patrimonio ajeno es más amplia que la del contrato en daño de tercero: lógicamente, tal acto no necesariamente produciría un daño en el patrimonio de ese tercero si le afectase, sino que, por contra, podría ocasionarle un beneficio, pues es la otra posibilidad que cabe. Esta idea no implica que el contrato en daño de tercero coincida plenamente con el negocio sobre patrimonio ajeno, ni que aquél sea una parte de éste: resulta un dato con interés, ante todo, sociológico.
5.2. Contrato que coloca a tercero en mera posición desfavorable
El segundo contrato del que debemos ocuparnos es el contrato que coloca a tercero en mera posición desfavorable. Estamos ante un contrato que, en general, provoca una situación de hecho desfavorable para terceros o para un grupo de ellos, con lo que existe una abstracción mayor que en caso del contrato en daño de tercero. Lo que deba entenderse por situación desfavorable es algo no definido, pero que puede considerarse como situación causante de empeoramiento en las expectativas o aspiraciones de gananacia no exigibles, por ser de mero hecho, no protegidas como tales por el ordenamiento, o que implica una pérdida de calidad en la situación jurídica de un tercero, de alguna manera; en general, situación de hecho no favorable a la que se somete al tercero. Y la producción de esa situación desfavorable no va a generar un derecho a ser resarcido en ese tercero, pues estamos ante una situación de mero hecho.
Imaginemos, por ejemplo, que determinado empresario, aunque no existe contrato alguno, aspira fundadamente a suministrar material de oficina a otra empresa (los tratos preliminares, realizados de buena fe, inducían a pensar en la futura conclusión, por ejemplo, porque sus precios son muy asequibles, dato de vital importancia para la otra parte, y, por ello, parece existir predisposición hacia tal gestión por parte del encargado para ello en la citada empresa), pero dicha empresa (sin perjuicio de que negoció en todo momento de buena fe, con lo que nada puede reprochársele), dado que no se vinculó en ningún momento, opta por contratar tal suministro con otro empresario del sector, por ofrecerle el mismo material a un precio todavía más módico. No existe previo pacto, no existe incumplimiento, ni daño en expectativas protegidas por el Derecho, pero la conclusión de tal contrato coloca en una situación poco favorable (sobre todo, comparada con la que podría existir de no haber existido intervención por su parte) a esas expectativas de mero hecho existentes.
Doctrinalmente suele citarse el ejemplo del convenio de precios mínimos entre un grupo de empresarios, que repercutiría desfavorablemente sobre los consumidores (MAR??N PÉREZ incluye este ejemplo, erróneamente desde nuestro punto de vista, dentro de los contratos en daño de terceros, así como PUIG BRUTAU), ejemplo que resulta dudoso, pues, en primer lugar, no se aprecia daño (y este importante dato debe ponerse de manifiesto, por su vital importancia), y en segundo lugar, realmente estamos ante un supuesto en que se atenta contra la libre competencia . La responsabilidad por la conclusión del contrato que provoca situación desfavorable para un tercero nace cuando se ha violado una norma general prohibitiva del mismo, pero si no existe tal normativa no procede la exigencia de responsabilidad (valórese que no aparece un daño definido, siquiera; se sanciona la vulneración de una norma, como en el caso del atentado a la libre competencia).
La diferencia con el contrato en daño de tercero, por consiguiente, parece evidente: en primer lugar, en el contrato en daño de tercero existe un daño o perjuicio a un derecho o interés protegible que puede ser valorado y aparece medianamente claro, mientras que en el contrato que coloca a tercero en situación desfavorable, tal daño a interés protegido no existe como tal (puede producirse, a lo mejor, un empeoramiento en la situación del tercero respecto de ciertas relaciones, o en unas expectativas de mero hecho, no protegidas por el ordenamiento). En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, si existe un contrato en daño de tercero, el tercero puede exigir una reparación por tal daño (valórese: existirá un daño emergente o un lucro cesante, si el daño es material, o puede existir un daño moral; pero existe en todo caso), mientras que en el contrato que coloca a tercero en situación desfavorable, en el que, como vimos, tal daño no existe como tal, en segundo lugar, no puede exigirse responsabilidad salvo en el caso de antijuricidad de la situación.
5.3. Contrato concluido con abuso de derecho
En tercer lugar debemos referirnos al contrato concluido con abuso del derecho respecto de un tercero. Implicará este contrato la aplicación al ámbito de un contrato concreto de los principios generales sobre el abuso del derecho subjetivo, y en este sentido son cita obligatoria dos conocidas sentencias: la primera de ellas, procedente de Francia, es la Sentencia de la Corte de Amiens, de 1913, en el asunto «Clément-Bayard» (construcción de armazones de madera con hierros punzantes en terreno próximo al vecino con el único objeto de perjudicar su actividad de aterrizaje de dirigibles). La otra sentencia es española, es la ya clásica STS 14-2-1944, sentencia del Consorcio de la Zona Franca de Barcelona (extracción de arenas a gran ritmo y escala, con desaparición de determinadas defensas naturales y con la consecución, lógicamente, de daños), que fija el criterio de apreciación del abuso de derecho incidiendo en los siguientes elementos esenciales: a) acto u omisión que implica uso de un derecho, objetiva o externamente legal; b) daño a un interés de tercero no protegido por una específica prerrogativa jurídica; c) inmoralidad o antisocialidad de ese daño, manifestada en forma subjetiva (intención de perjudicar o ausencia de fin serio y legítimo) u objetiva (exceso o anormalidad en el ejercicio del derecho) . Esta doctrina ha sido reiterada con posterioridad . GULLÓN señalará que no siempre existirá contrato con abuso de derecho si existe contrato en daño de tercero, pues (aunque no lo he mencionado más que colateralmente, se estudiará más tarde), existen supuestos en los que el interés está expresamente protegido por la ley, y existe contrato en daño de tercero (por ejemplo, veánse los contratos que pueden apoyarse en los artículos 1473 ó 1778 CC, por ejemplo). El abuso de derecho parece referirse a supuestos de interés no protegido expresamente de otro modo por el ordenamiento jurídico, pero en el que se aprecia un uso anormal del derecho.
Por consiguiente, el recurso al abuso de derecho debe darse si no existe protección para tal interés lesionado, y, además, debe apreciarse su existencia siempre que exista concurrencia de los requisitos señalados (es un concepto límite el del abuso de derecho, por la innovación que supone y la contradicción del régimen general que entraña), con lo que debe existir únicamente en su caso.
Podemos señalar, por ello, que la violación de un derecho subjetivo no entrará en su órbita, pues el tercero tendrá expeditas todas las acciones que protegen su derecho ante una vulneración. D??EZ-PICAZO propone un ejemplo (en el que comprobamos lo difícil que resulta a veces determinar en la práctica la situación): se concede un usufructo con amplias facultades de enajenación al usufructuario, para actuar según sus necesidades, y éste enajena los bienes, mas única y exclusivamente con el objetivo de perjudicar al nudo propietario (aunque debemos matizar que, existiendo la citada autorización para enajenar en su caso resulta complicado considerarle tercero ajeno al contrato, pues aparece como parte en el mismo, ya que se previó expresamente la posibilidad y no debe, por ello, sorprender la posibilidad de plasmación real de la estipulación, sin perjuicio de que sea reprochable una actuación torticera como la citada). El uso de tal derecho es externamente legal, daña un interés no protegido expresamente por el ordenamiento, pero resulta inmoral de forma subjetiva (se ejercita tal derecho, concedido con un objetivo determinado, con una intención clara de perjuicio, que debe ser probada, lógicamente). Compruébese la línea tan frágil que separa a ambos contratos.
5.4. Contrato a cargo de tercero o promesa de hecho de tercero
En el caso del contrato a cargo de tercero estamos ante un contrato en el que uno de los contratantes asume la obligación de que un tercero entregue una cosa, realice algún servicio o se abstenga de actuar en un determinado sentido. Obviando el debate doctrinal acerca de su naturaleza, señalaremos que se trata de una obligación de garantía: antes de la aceptación del tercero, el promitente garantiza su prestación, respondiendo si el tercero no consintiera (es el sentido que encontramos, por ejemplo, también, y salvando las distancias, en el caso del legado de cosa ajena, regulado en los artículos 861 y 862 del CC: la obligación del heredero es adquirir la cosa para entregarla al legatario: no está el tercero, dueño de la cosa obligado a «entrar en el juego». Por ello, si no fuera posible obtenerla, está obligado a dar su justa estimación, pero nunca el tercero está obligado a actuar en algún sentido). Sólo se liberaría el promitente si el cumplimiento deviene imposible sin su culpa. Tras la aceptación, se libera y será ya el tercero el responsable del incumplimiento (salvo estipulación en contrario, el promitente no es fiador del tercero).
La diferencia aquí aparece clara: mientras que en el contrato en daño de tercero se produce un daño y, evidentemente, sin concurso de la voluntad de ese tercero en ningún sentido, en el contrato a cargo de tercero, en primer lugar, no se produce daño alguno al tercero (a menos que considerásemos daño a la obligación de dar, hacer o no hacer que otra persona promete respecto de un tercero y que debe ser aceptada por el mismo; algo discutible, pues estamos, como mucho, ante una carga), y en segundo lugar, tal carga, más que daño, sólo se producirá si ese tercero decide cumplir con la actividad o inactividad en el sentido prometido por el promitente, ya que nadie puede obligarle a ello (salvo previo pacto con el promitente, aunque este dato ya modificaría nuestra esquema de la situación, por existir un incumplimiento de esa relación contractual existente), sin perjuicio de la responsabilidad del promitente en el citado caso.
GULLÓN propone dos diferencias más al respecto (cita ciertas reflexiones terminológicas de Allara y otras reflexiones acerca de que el contenido del contrato en daño de tercero es más variable, pues no se reduce a la obligación asumida por el promitente de procurar que el tercero se obligue a dar, hacer, no hacer aquello que dicho promitente se comprometió a procurar), aunque estimamos que poco aportan a la diferenciación ya señalada.
5.5. Cesión de contrato
Es un contrato mediante el cual una parte contratante traspasa a un tercero la posición íntegra que ocupaba en el contrato previo, generalmente mediante precio (transmite la posición íntegra al tercero, no sólo los créditos más una asunción de deudas, sino que existe unidad en la transmisión). Encontramos tres partes interesadas: el cedente, el cesionario y el contratante cedido, y según reiterada doctrina jurisprudencial deben concurrir las tres partes (LACRUZ estima que el consentimiento del cocontratante no necesariamente debe ser simultáneo, sino que puede ser anterior o posterior, aunque en todo caso necesario).
El Código Civil no se refiere expresamente a esta figura (sí la Ley 513 de Navarra), aunque GARC??A AMIGÓ y la STS 14-6-1985 la incardinan acertadamente en el marco del artículo 1255 CC (no atenta contra la ley, salvo que sea intransmisible la posición conforme al artículo 1257 CC, ni contra la moral, ya que en sí es neutro, ni contra el orden público, por implicar intereses privados únicamente).
Deducimos dos diferencias claras con el contrato en daño de tercero: en primer lugar, en la cesión interviene el co-contratante, contratante cedido, esto es, el tercero respecto del pacto obligacional cedente-cesionario, por lo que no le es desconocido el pacto, como le ocurre al tercero en el contrato en daño suyo, que es ajeno a la conclusión del mismo. En segundo lugar, y en situación parecida a la que observábamos al estudiar el contrato a cargo de tercero, no existe en puridad daño para ese contratante cedido, sino una cesión de la posición de la otra parte, en todo caso consentida por él mismo, ni para el tercero, que acepta actuar. Cuestión distinta será que se haya sustituido a alguien que se caracteriza por cumplir escrupulosamente sus obligaciones por otra persona que mantiene otra conducta habitualmente, pero aquí entra en juego la habilidad con la que el contratante cedido haya valorado sus intereses; y, en caso de incumplimiento, cabe el recurso de la exigencia de responsabilidad contractual. Pero, en puridad, daño no existe (a lo sumo, empeoramiento en la expectativa de ver satisfecho su interés por parte del contratante cedido, pero siempre con su consentimiento). Tampoco existirá daño para el cesionario, que consiente en ocupar la posición del cedente en el contrato (asume libremente tal rol, que a lo sumo puede llegar a considerarse «carga», no daño).
5.6 Subcontrato
Define LÓPEZ VILAS el subcontrato como aquel «contrato derivado y dependiente de otro anterior de su misma naturaleza, que surge a la vida como consecuencia de la actitud de uno de los contratantes, el cual, en vez de ejecutar personalmente las obligaciones asumidas en el contrato originario, se decide a contratar con un tercero la realización de aquéllas, en base al contrato anterior del cual se parte». No transmite la posición en el contrato-base, sino que genera otra relación inserta en el marco de la primera, y ello será posible siempre que no se haya producido expresamente en el pacto principal.
A la hora de ocuparnos de la diferenciación con el contrato en daño de tercero, la cuestión parece clara. En primer lugar, y como en el caso de la cesión, no existe daño sino cumplimiento de las obligaciones, total o parcialmente, por otra persona (recuérdese la reflexión anterior acerca del posible incumplimiento posterior). En segundo lugar, si bien no es necesario el consentimiento expreso de la otra parte, sí lo es la ausencia de prohibición expresa a que se celebre un subcontrato, con lo cual, sin existencia de prohibición, se asume la posibilidad, quizá remota, de que se llegase a concertar, ya que no se descarta de raiz. Por último, cabe señalar que el subcontrato es una relación concluida en el seno de un contrato previo con el objeto de cumplir las obligaciones de que se trate, y no estamos ante un contrato concluido no ya al margen (que también), sino en contra de otro anterior, con el objeto no de que ese contrato anterior se cumpla, sino de provocar incumplimiento o daño (respecto del contrato en daño de tercero sin existencia de ligamen previo, nos ocuparemos después).
5.7 Contrato por persona a designar
Estamos en este caso ante un contrato en el que una de las partes se reserva la facultad de designar en un momento posterior y dentro del plazo fijado al efecto o susceptible de fijación, a una tercera persona (el designado), desconocida o indeterminada en el momento de la celebración, que queda ligada con la otra parte (promitente). Suele darse este pacto en el contrato de compraventa, opción o promesa bilateral de compra y venta, y la elección debe notificarse al promitente y ser aceptada, lógicamente, por el designado (salvo que el estipulante hubiese celebrado el contrato con un poder previo de representación suyo, que le autorizase a obrar en tal sentido).
No regulado en el Código Civil, debe destacarse la existencia de un solo contrato (en contra, ENRIETTI, teoría que DE CASTRO se encarga de rebatir), con contratantes alternativamente determinados, claro está, por lo que cabe diferenciar dos fases en tal íter: una fase anterior a la elección (el obligado es el estipulante), y otra fase posterior a la elección (el obligado es el tercero designado, si tal designación se hizo regular y eficazmente, o sigue siéndolo el propio estipulante si no llevó a cabo de la manera citada).
Sin ánimo de extendernos más, señalemos las diferencias con el contrato en daño de terceros: en primer lugar, no existe daño, sino posibilidad de una parte de designar a otra persona para que cumpla («carga» aceptada contractualmente por la parte que no designa, así como por el tercero al contrato, si decide aceptar). No existiría pacto si no se aceptase tal posibilidad (recuérdese la reflexión anterior, al hilo de la cesión de contrato). En segundo lugar, en caso de incumplimiento del designado, la responsabilidad será exigida dentro del marco contractual (en el caso del contrato en daño de terceros la cuestión, como veremos, será más compleja).
5.8. Contrato a favor de tercero
Referencia de mayor importancia debe realizarse sobre el contrato a favor de tercero. Con base en el párrafo segundo del artículo 1257 del Código Civil (que, en puridad, regula no un contrato a favor de un tercero, sino un contrato con alguna estipulación en provecho de tercero, aunque existe consenso doctrinal en considerarlo también base de un contrato completo, desde la conocida STS de 9-12-1940), y en la Ley 523 de Navarra, debemos referirnos a un contrato en el que a un tercero se le atribuye directamente un derecho, con facultad de exigirlo al obligado si aceptó, antes de que pueda ser revocado. La doctrina se ha ocupado de esta figura con bastante interés.
Para que exista esta figura, es necesario que se atribuya a un tercero un derecho con facultad de exigir al obligado. Todo contrato en favor de tercero presupone la existencia de tres partes: en primer lugar, el promitente (contratante obligado a realizar la prestación en favor del tercero); en segundo lugar, el estipulante (contratante que sería destinatario del valor económico de la prestación al tercero, de no haberse pactado ésta), y en tercer lugar, el beneficiario o tercero, que adquiere el derecho subjetivo a la prestación del promitente , y que debe estar determinado en el momento de celebración del contrato, o después, siempre que existan elementos suficientes para ello (en este sentido, la STS de 10-12-1956).
La aceptación de ese tercero es considerada como un presupuesto de la exigibilidad de la estipulación al obligado por ella, en nuestro Código Civil: no es un requisito de la perfección del contrato (el contrato es perfecto desde que es concluido por las partes contratantes), ni es presupuesto indeclinable para que nazca el derecho del tercero : es un requisito para evitar la eficacia de la revocación del derecho en favor de tercero, envolviendo una voluntad de querer aprovecharse, ya que nadie puede enriquecerse sin que conste su consentimiento: importante cuestión, la de la revocación, declaración recepticia que debe ir dirigida al tercero (ya que disminuye su patrimonio, porque el derecho se le atribuyó desde la estipulación) y al promitente (para que no cumpla la prestación pactada en favor del tercero).
La diferencia con el contrato en daño de tercero es clara: en primer lugar, no recibe un daño de ese contrato, sino un beneficio, y sobre esto poco puede comentarse. Además, debe aceptar tal beneficio, mientras que en el contrato en daño de tercero el efecto para el tercero se produce sin su conocimiento, siquiera (lógicamente no iba a consentir tal perjuicio, salvo situaciones minoritarias).
5.9. Contrato en fraude de acreedores
Por último, resta referirnos a un caso que es fronterizo con el nuestro, y es el caso del contrato celebrado en fraude de acreedores. Estamos ante un contrato en el que una persona, deudora en cierta relación jurídica (una o más de una), formaliza un contrato con un tercero que provoca una disminución en su patrimonio de tal envergadura que le impide cumplir tal obligación. Por ello, dicho contrato va a provocar un perjuicio a ese acreedor, y el Derecho le concede la posibilidad de revocarlo, siempre que concurran los requisitos pertinentes (perjuicio del acreedor, contrato fraudulento, matizable en el sentido de no exigir al deudor intención de dañar al acreedor, sino mero conocimiento de su actividad incumplidora e insolvencia relativa, no absoluta, del deudor, para cumplir). Para tener una idea global acerca de la figura cabe relacionar como objeto de estudio determinados artículos del C.C.; en concreto, el 1111 (que señala que los acreedores pueden impugnar los actos que el deudor haya realizado en fraude de su derecho), 1291.3 (que señala que son rescindibles los contratos celebrados en fraude de acreedores, cuando éstos no pu
Disculpa, debes iniciar sesión para escribir un comentario.