Luis Muñoz Sabaté, Presidente del Tribunal Arbitral de Barcelona.
La cifra más significativa de arbitrajes -concretamente el 22 por 100- que se celebran anualmente en el Tribunal Arbitral de Barcelona (TAB), tienen por objeto conflictos derivados de la construcción.
Este alto porcentaje se justifica debido a las múltiples desventajas que por regla general comporta la jurisdicción estatal.
Una de ellas es su lentitud, porque aunque ahora se intenta agilizar, nunca alcanzará las cotas de rapidez, e incluso de inmediatez que exige una conflictividad en donde cada día que transcurre el daño puede multiplicarse en progresión geométrica, de tal modo que aquí, la urgencia no es ya una exigencia natural sino que se constituye en elemento substancial de la propia solución.
La construcción es un negocio complejo de larga duración, en el que intervienen múltiples operadores y sujeto a constantes mutaciones en su contenido. Muchas veces hay que resolver a pie de obra, cosa que reclama flexibilidad e improvisación. La rigidez del proceso judicial no resulta demasiado proclive a dar respuesta a todas esas variables. Por regla general, los jueces no saben o no quieren improvisar, pero aunque supieran y quisieran, no podrían. Prácticamente la ley se lo impide.
Estos inconvenientes implican la necesidad de buscar otras soluciones al amparo de una fórmula de justicia alternativa. Desde el arbitraje puntual, de carácter técnico, generalmente a cargo del propio arquitecto, siguiendo las reglas FIDIC hasta el arbitraje institucional, como el que administra el TAB, para problemas de mayor densidad, hondura y completud jurídica.
En este orden de ideas, cabría señalar en primer lugar como ventaja, una mayor comprensibilidad de los problemas. Los árbitros se eligen entre personas expertas en la materia de fondo, que conocen a la perfección la lex artis, la ley del oficio de los constructores desde todas las vertientes. Basta abrir un B.O.E. y ver la cantidad de legislación sobre aspectos técnicos, sobre como tienen que ser o se han de calcular los cimientos, la resistencia exigible a los materiales, los ascensores, las medidas contra incendios, etc. etc. Todo esto no se estudia en las facultades de derecho ni en la Escuela Judicial, sino que su mejor forma de captación e intelección es la praxis diaria.
Le sigue en orden de importancia la mayor flexibilidad en el procedimiento dirimente. Es decir, el proceso arbitral no queda bloqueado tan fácilmente como el judicial por los excesos de hiperformalismo. La gente puede debatir y discutir con más libertad los problemas y este debate, no pocas veces conduce al arreglo.
Por último, tal como hemos apuntado, se halla la menor duración del proceso. En el arbitraje, no se suele pasar de los ocho meses. En la jurisdicción ordinaria, contando habitualmente sus tres instancias, la solución puede llegar al cabo de cinco, seis u ocho años.
Claro está que para que el arbitraje pueda rendir al máximo de posibilidades, se hace preciso saber redactar adecuadamente el convenio arbitral en el momento de establecer los diversos pactos y contratos que implica acometer una edificación. Mi experiencia en este tipo de negocios me mueve a señalar los puntos de mayor interés:
– Como elegir el árbitro o árbitros que van a laudar el conflicto.
– Qué tipo de arbitraje conviene elegir en esa construcción: derecho o equidad, atendiendo a las crisis más previsibles.
– Como vamos a resolver cuestiones urgentes y puntuales, a pie de obra, que se nos presenten en la construcción.
– Como evitar situaciones fácticas o de fuerza de alguna de las partes, para evitar presiones indeseables.
– Problemas derivados de la pluralidad de partes. Interviniente en la obra, intentando aunar sus voluntades en torno a un mismo convenio arbitral.
– Problemas sobre avales bancarios y seguros.
– Problemas respecto a la ejecución de los laudos.
Obviamente ni el arbitraje ni cualquier otra fórmula ADR son una panacea, como tampoco lo es ningún medicamento. Lo importante es saber elegir.
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