Autor: Jesús Manuel Villegas Fernández.-Magistrado.
La Ley de Enjuiciamiento Criminal española parece a punto de ser derogada por un futuro código procesal penal. A continuación se ofrece un esbozo de Exposición de motivos, que no es sino la puesta al día de la brillante prosa legal de don Alonso Martínez. Este modelo, basado en los trabajos preparatorios tanto del actual Gobierno como del anterior, satisfará las aspiraciones de la doctrina oficial, ya se sitúe a uno u otro extremo del arco parlamentario.
Este es su texto:
Señor, plácele al Ministro que subscribe, ciento veinticinco años ha desde la promulgación de la todavía vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal, someter a la aprobación de V.M. un Código Procesal Penal de nueva planta, texto que vendrá a corregir el inveterado retraso de nuestra patria, incomprensiblemente aferrada a resabíos de épocas bárbaras, impropias de un Estado democrática social y de derecho, cuál es el que ahora todos disfrutamos.
Entiéndanse éstas mis palabras, no en desdoro de mi insigne predecesor don Alonso Martínez, preclaro intelecto que figura con tipografía áurea en los anales de nuestra historia jurídica, sino como aldabonazo a las conciencia de un legislador que ha permanecido impávido al correr de los siglos sin dotar a nuestro pueblo, que tanto ha adelantado en las artes, ciencia e industria, de un instrumento legal apto para enfrentarse a los retos que este siglo XXI, informático, globalizado, cibernético y virtual, estando así a la altura de esta Europa Unida a la que nos hemos incorporado con unánime entusiasmo.
Gozamos ya de un amplio consenso doctrinal en torno a los ejes cruciales del Código Procesal de la Democracia e, inexplicablemente, nuestro legislador se ha revelado impotente para engendrar el vástago normativo que una doctrina deseosa le requiebra y suplica. No es menester estar coronado por los laureles de una inteligencia superior para desentrañar un enigma tal, pues es de todos sabido que frente a los compartidos anhelos de progreso se alza un obstáculo que, hasta ahora, nadie ha osado sortear. Las llagas sociales no se curan ocultándolas sino, al revés, oreándolas ante la opinión pública y no reparando en la severidad del tratamiento que exige su sanación, so pena de gangrena moral. Es el “juez instructor”, instituto jurídico de rancio sabor medieval, el escollo que ha hecho naufragar, una y otra vez, los afanes de arribar a buen puerto la ineludible reforma procesal. Con toda humildad, pero con voz firme, este humilde servidor de V.M. se ufana en proclamar que será bajo la incumbencia de su Ministerio cuando, por fin, el principio acusatorio se despliegue en toda su plenitud y nos desembaracemos, de una vez por todas, de ese impropiamente calificado “juez” instructor.
El coraje del equipo ministerial que me honro en presidir derribará los enmohecidos muros que han prestado sustento al absurdo de una imputación judicial que desvirtúa la sagrada labor de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Investigación criminal y proceso penal son dos conceptos ontológicamente irreductibles y, por ende, no deben ser confundidos en una promiscua miscelánea que sólo redunda en degradación de la calidad democrática, tal como se evidencia de las naciones de nuestro entorno que, ya desde los años setenta del siglo pasado, se sumaron a las corrientes renovadoras trasatlánticas que arrumbaron definitivamente los residuos de un desfasado modelo continental. El amigo americano, libre del peso de una plúmbea tradición histórica heredada de crueles emperadores romanos, feroces inquisidores, arbitrarios señores feudales, siniestros consejos absolutistas y lacayos de megalomanías bonapartistas, vivificó la senecta Europa con limpios aires acusatorios. Sólo resisten el vendaval anglosajón Francia, Bélgica y, para nuestro oprobio, nuestra vieja piel de toro, pero por poco tiempo, mi palabra comprometo en ello.
No cabe en cabeza racional que ese llamado juez instructor, que no ha sido elegido por el pueblo, del cual se desconoce su ideología, que no responde ante la opinión pública, que se amuralla tras su independencia y e imparcialidad, dirija la pesquisa penal, cuál detective de guardarropía. No serán los mismos resultados de una indagación penal emprendida por un investigador conservador o progresista, de derechas o de izquierdas, creyente o incrédulo, rico o pobre o en definitiva, de cualesquiera otros ingredientes de los que se nutre el espíritu humano. No dejemos en manos del irreponsable azar el desvelamiento del crimen, sino que, muy al contrario, confiemos en las providentes manos de un Ejecutivo que adeuda su legitimidad a la soberanía popular.
Son, empero, los individuos del Ministerio Público los llamados a cumplir la delicada labor directiva de la investigación criminal. Recordemos que, aun habiendo ganando su plaza en oposición pública y, por ello, todavía sospechosos del corporativismo apoliticista que recelábamos de los magistrados instructores, aquellos se acomodan en la super-estructura de la Fiscalía, insuperable valladar frente a veleidades de los aspirantes al estrellato, de las vedettes del espectáculo forense. Desde los abogados fiscales hasta los curtidos veteranos, todos ellos están supeditados en su régimen de permisos, vacaciones, asignación de asuntos, reparto de destinos y demás menudencias de la engorrosa burocracia laboral, a sus benevolentes superiores, los cuales sabrán retribuir silente y justamente el mejor o peor desempeño que, a lo largo de tiempo, hayan mostrado en su hoja de servicios. Nadie tema de un mal uso de estas facultades, puesto que por imperativo constitucional el publico ministerio es tributario del principio de legalidad y, en cualquier caso, los contingentísimas irregularidades en las que excepcionalmente incurrieren, serán depuradas disciplinariamente con el sosiego y calma que brindan los despachos de la Fiscalía e incluso del Ministerio -siempre presto a colaborar- a resguardo de las indiscretas miradas. Con estas sensatas cautelas estaremos seguros de que el sosiego de nuestro ánimo no será turbado con investigaciones inauditas impulsadas por jueces ávidos de fama o que interfieran en la política criminal del gabinete de turno.
Tan obvias son estas discretas y sazonadas razones que no haría falta gastar ni una sola gota de tinta más en glosar al estilo de Pero-Grullo lo que es una verdad evidente en sí misma. Pero no huelga rememorar, aun cuando sólo sea para los intelectos diferentemente dotados, los años de bonanza merced a los pingües beneficios de un negocio inmobiliario que se abrió camino franqueando engorrosos legalismos. El supersticioso apego a un rígido principio de legalidad al que son adictos tantos instructores hambrientos de notoriedad habría tronchado los tiernos brotes de una exuberancia económica cuyos frutos degustó con delectación una sociedad que no entendía de sutilezas normativas. ¿Qué sabe un magistrado que ha consumido su juventud memorizando cual papagayo ilegibles mamotretos leguleyos, sobre oportunas recalificaciones, contabilidad “B”, dinero negro, fiscalidad creativa u otras manifestaciones de espontaneidad jurídica cuyo genuino sentir ha sabido interiorizar nuestra aventajada clase política?
No se dejen engañar los ingenuos por los malintencionados cantos de sirena de aquellos que, ¡todavía a estas alturas!, pretenden enmendar con remiendos un traje que ya está para el trapero. Muchos aún acarician la idea de conservar una instrucción judicializada, eso sí con mayores salvaguardas tales como las que traerían, verbigracia, la instauración de un juez de garantías que coexistiera con el magistrado investigador. De nada serviría apretar las tuercas sobre este personaje anacrónico, habida cuenta de que ya es el funcionario más vigilado de entre todos los que medran en nuestra administración pública: las decisiones de ese mal llamado “juez” están sometidas a la revocación del tribunal de apelación, supervisadas por el Ministerio Público (el cual está investido de atribuciones de promoción disciplinaria contra el órgano judicial), consignadas en un expediente escrito donde se documentan con exhaustividad todas ellas, ejecutadas por una Policía orgánicamente dependiente del Ejecutivo y adoptadas por una oficina de la que no es jefe, al haber sido justamente encomendadas sus atribuciones a unos secretarios jerárquicamente ensartados en una pirámide culminada por el Ministerio. Y, a mayor abundamiento, dedican esos instructores la mayor parte de sus horas a minutar atestados, celebrar juicios de faltas, resolver papeleo insubstancial por lo que, en teoría, no les restarían fuerzas para investigar. Y, por increíble que parezca, más a menudo de lo que quisiéramos, encuentran crecidos bríos para, jugando a sabuesos, lanzarse a pesquisas criminales que en más de una infausta ocasión (es ocioso recordarlo, lo conocemos todos) han estado a un punto de hundir el consenso social que tan trabajosamente los abnegados políticos habíamos atinado a urdir. Afortunadamente, son contados los días de este absurdo estado de cosas.
Nuestros más adelantados amigos americanos esbozan una socarrona sonrisa cuando les contamos que en nuestra venerable nación es un juez el titular de la investigación criminal. Atrasado este bendito país nuestro que todavía no ha aprendido que hay espacios reservados a la política, vedados a la ley, rendidos a la legítima contienda electoral. Si hay que encausar a un concejal audaz, mercader descuidado, empresario olvidadizo, contable imaginativo o jornalero peonado, lo dirán las urnas, no ese hijo ilegítimo de Napoleón que, tras los pliegues de su acicalada toga, esconde la polvorienta sotana del inquisidor. Bastante indignada está ya una ciudadanía que no ha terminado de comprender el sacrifico de los padres de la patria, para que venga ahora un aficionado a detective con puñetas a olfatear un pastel que no ha sido cocinado para él.
Al insigne Alonso Martínez le tocó en suerte una época que todavía no estaba preparada para abrazar sin pudor el principio acusatorio, atrapada en costumbres todavía exhibían un primitivo apego a los usos inquisitivos. Felizmente para todos, esa etapa ha sido remontada y se abre ante nosotros la meta de un espléndido porvenir. Pues bien, Señor, he aquí el conjunto de medios que el nuevo sistema ofrece para el logro de resultado tan trascendental:
El primero y más importante, según el Ministro que subscribe acaba de elucidar, es darle la puntilla de una vez por todas a ese supuesto juez, libertándonos así de la tiranía medieval. Empero, vano sería el arrojo reformador si el legislador se limitase a cambiar el rótulo del despacho donde ahora reza “juez instructor, para colocar en su lugar el letrero de “fiscal investigador”. Por mucho que se refuercen los justos y necesarios escrutinios, garantías y salvaguardas sobre los individuos del Ministerio Público, a la postre, sus decisiones deben depender del Fiscal General del Estado: avocación de expedientes, órdenes concretas sobre procedimientos en curso, intercambio de investigadores y, en fin, todos los instrumentos que coadyuven al loable fin de facilitar la política criminal, los cuales se encomendarán confiadamente a una benevolente superioridad que sabrá velar por ese maridaje entre Ejecutivo y sociedad que nuestra inquisitorial legislación criminal se ha empecinado, y casi consigue, divorciar.
No descuidemos asimismo un sutilísimo detalle que muchos jurisconsultos, aun pasando por eruditos en la ciencia jurisprudencial, no reparan en advertir: los magistrados integrantes del tribunal sentenciador no han de conocer expediente sumarial completo, sino solamente a aquellos testimonios interesados por las partes procesales, como ya ocurre en nuestro exitoso jurado popular. La política es el arte de la elección discrecional, de seleccionar fragmentos de la realidad, de escribir y rescribir el relato social. Únicamente aquellas piezas de convicción que convengan a litigantes, ya sean públicos o privados, accederán al debate del juicio oral que, no lo olivemos, es público. Cuán absurdo sería que los medios de comunicación divulgaran aquellas pruebas que no conviene que sean desveladas y otorgar el poder omnímodo de la verdad material a los jueces, con el riesgo de que impongan su voluntad legalista por encima del espontáneo palenque de la negociación forense. Entre la perpetración del crimen y el juicio media un largo trecho en el que los testigos y acusados son, y deben ser asesorados por sus letrados para que no incurran en indiscretos deslices en sala, amén de ser escudriñados cuidadosamente los documentos y suprimidos los elementos de cargo o descargo que sobren, en definitiva, labrando con habilidad artesana el objeto procesal. Nuestros ciudadanos no son desvalidos infantes que precisen del concurso de una magistratura paternalista que se comprometa con la verdad material más que ellos mismos.
Otras utilísimas, doctas e inevitables mejoras serán la consagración del principio de oportunidad y la poda de la acción popular. Caduco y desacreditado es un sistema como el nuestro que se resiste a incorporar los avances procesales que, de la mano de Common Law, han sabido imponerse en todo el orbe civilizado. Corresponde al Ministerio Público, sin trabas de ningún órgano jurisdiccional, ordenar cuándo se investiga y cuándo no. Evidentemente, esta facultad estará sometida a prudentes limitaciones pero, sea cuáles fueren estas, siempre habrá de permanecer un núcleo duro de discrecionalidad impermeable a la revisión judicial. Máxime cuando el indulto resulta cada vez más costoso para el Ejecutivo a los ojos de una ciudadanía que todavía no ha conseguido despojarse del plenamente de aquellos arcaicos hábitos mentales de los que se lamentaba don Alonso. Mejor no investigar que, investigar, condenar e indultar. Por el mismo motivo, la acción popular, folclórica curiosidad jurídica de nuestra patria, pandereta legal, siesta jurídica, entretenimiento de flamencos y lagarteranas, ha de ser reconducida a sus justos términos, que no son otros sino los de impedir que embarace la política criminal del Gobierno.
En suma, pocos y sencillos son los principios que animan la reforma, puesto todos ellos se reducen a revestir de su justa naturaleza política a la investigación penal. Será discutible la intensidad, alcance y profundidad de la innovación, pero su orientación esencial no debe ser comprometida, si es que nos atrevemos a adentrarnos en la modernidad que reclama esta sociedad globalizada. Y, sepa V.M., que a este humilde servidor no le temblará el pulso en la utilización del absoluto respaldo popular que el sufragio electoral le ha conferido con tanta munificencia.
Este ministro que subscribe se congratula de que una Ley como ésta, fraguada con el histórico compromiso entre los principales grupos de las Cámaras legislativas, sabrá restaurar la confianza de una ciudadanía en su clase política, adornada ésta de las condiciones privilegiadas de una raza de servidores de la cosa pública que ha sabido, por su tesón y méritos propios, conquistar el afecto del indómito pueblo español.
San Ildefonso, 14 de septiembre de ¿???
NOTA: Esto es una historia ficticia, cualquier parecido con los nombres de personas reales, es pura coincidencia. Tampoco ha sido maltratado ningún animal durante los trabajos previos a su publicación.
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