José Luis Segovia Bernabé. Profesor en la Universidad Pontificia de Salamanca.
Está en pleno apogeo una campaña en favor del endurecimiento de la Ley Penal del Menor solicitando la bajada de la edad penal a los 16 años y la incorporación al proceso de la acusación particular. Parte de estas pretensiones está ya en trámite parlamentario. No es necesario hacer mucha memoria para descubrir hemerotecas que desde mediados de los años 60 una corriente humanista empezó a propugnar la elevación de la edad penal a los 18 años. Esto se convirtió en un grito casi unánime con el advenimiento de la democracia. El parto sólo llegó con el llamado Código de la Democracia y con la Ley Penal del Menor.
Anticipemos que, a nuestro juicio, los problemas de carencias sociales, educativas etc. no los resuelve el código penal, ni la policía, ni los jueces sino una educación integral y el empeño en hacer barrios más habitables que aseguren la calidad de vida para todos. Si un muchacho no está maduro para elegir a un representante político al Parlamento con 16 o 17 años, cuando lleva desde la más tierna infancia entrenado en elegir a delegados de curso etc-, si no les consideramos responsables para contratar, ni trabajar sin permiso paterno, ni pedir préstamos, ni los más mínimos actos de disposición sin refrendo paterno, ni comprar alcohol, ni conducir vehículos especiales hasta los 21 o adoptar criaturas hasta los 25 años, nos parece que hacerlos responsables «por imperativo legal» ante el sistema penal, sin reconocérselo en ámbitos menos «duros» como el civil, el laboral o el mercantil, es cuanto menos contradictorio.
Pero además existe otra razón de fondo. Pensamos que un niño o un adolescente que mata hace una atrocidad, lo mismo que un adulto. Pero eso no convierte al niño en adulto. Presuponemos que los años nos maduran aunque seamos capaces de las mayores barbaridades casi desde la cuna. Un niño terrorista o un niño soldado es categorialmente un niño y solo adjetivamente -por detestable que haya sido su actuación – lo que se quiera. Y los niños son por definición, como dice F. Savater en «El valor de educar», moldeables y perfectibles.
Mucho nos tememos que el humanitarismo penal de Concepción Arenal, «odia el crimen y compadece al criminal», está dando una peligrosa marcha atrás. Por cierto, lo de la edad penal a los 16 años es lo que tenía el Código Penal anterior a la Democracia, y convendrá recordar que era bastante más benévolo que la Ley Penal del Menor. Sin embargo, más que discutir acerca de si mucha o poca pena, nos gustaría que el debate se centrase en qué hacer durante el tiempo de cumplimiento de la pena, y si realmente se han habilitado por las administraciones los dispositivos para que las medidas impuestas sean eficaces y auténticamente posibiliten la rehabilitación. Recién aprobada la Ley, aún no había centros habilitados y sólo después se contrataron empresas privadas con mano de obra barata y sin experiencia. Los resultados se han visto: cierre de centros por parte de la fiscalía, tramitación de denuncias por malos tratos a los menores, colectivos sociales criminalizados y desprestigiados en cuanto a alternativas educativas pudieran ofrecer.
Tampoco es afortunada la posibilidad de incorporar la acusación particular al procedimiento penal. El Derecho penal ha sido un avance de la civilización frente al ojo por ojo y el diente por diente. Un paso clave consistió en objetivar el conflicto, dejando que no fueran las partes las que señalaran la respuesta, sino que ésta la predeterminase la ley y la ajustase alguien necesariamente im-parcial. En el procedimiento de adultos, el último vestigio de una visión cavernícola del derecho penal es la persistencia de la acusación particular. Supone una desconfianza a priori de la acusación pública -el fiscal- y del juez. Se puede teorizar mucho sobre su virtualidad, pero es de hecho la forma de vehicular la venganza privada, si se quiere de una forma civilizada. Ya que la venganza no mejora la evolución humana, con mayor razón debemos dejar este sentimiento al margen a la hora de valorar una medida que debe tomarse, en virtud de un delito, pero siempre en aras a la recuperabilidad del menor. A los padres de una hija violentada, cualquier pena les parecerá poca. A los padres de un hijo asesinado todas las décadas del mundo les parecerán una minucia frente al dolor por un hijo que nadie puede devolver. Es lógico y cualquiera en su lugar puede sentir lo mismo. Son parte. Que esa parte humana, lógicamente dolida, digna del mayor respeto y solidaridad, tenga que tomar partido a la hora de determinar la respuesta penal que ha adoptar el tribunal no nos parece oportuno ni en mayores ni, mucho menos, en menores en los que la individuación no sólo en fase de ejecución, sino en la de individuación judicial (en esto se diferencia de la legislación de adultos) se rige por el principio de reeducación y no por el retributivo, como señala la propia Exposición de Motivos de la Ley.
Sinceramente, pensamos que la receta facilona de bajar la edad penal y convertir a la familia en parte, puede saciar cierto universo simbólico, pero son medidas ineficaces si no ponemos medios y obviamos qué hacer con personas de 16, 17 18 años o de cualquier edad para que no vuelvan a hacer daño.
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