Autor: Jesús Manuel Villegas Fernández
Magistrado del juzgado de instrucción número tres de Guadalajara.
Los jueces de instrucción arrastramos una férrea cadena presidiaria cuyo extremo remata una pesada bola: los juicios de faltas. Los juzgados de nuestro país consumen una desmesurada cantidad de recursos en tramitar riñas vecinales, lesiones de poca monta, hurtos insignificantes o peleas de perros. Y eso al mismo nivel que querellas por estafas millonarias, atracos a mano armada o incluso homicidios. El pre-legislador, por fin, parece resuelto a despenalizar las “infracciones veniales”, “contravenciones”, “faltas” o como queramos llamarlas; al menos así resulta de una primera lectura de la Exposición de Motivos del anteproyecto de reforma del Código Penal de julio de este año 2012, la cual se pronuncia en estos términos: “(…) se suprimen las faltas que históricamente se regulaban en el Libro III del Código Penal”.
Un examen ulterior, en cambio, revela otra cosa. Es cierto que muchas de ellas, en efecto, se destipifican; en cambio otras, se transforman en “delitos leves”. Y lo que sorprende aun más, tal como reza la cuarta de las disposiciones transitorias, seguirán conociendo de esta nueva categoría delictiva los juzgados de instrucción.
Semejante previsión, prima facie, frisa la inconstitucionalidad, al encomendar a un mismo órgano la instrucción y fallo de infracciones delictivas. Pero hay truco: estos nuevos delitos son estructuralmente iguales a las faltas salvo en el nombre. De esta manera, y con arreglo a la mentada disposición transitoria, seguirán tramitándose según el actual procedimiento para ventilar las tradicionales infracciones del Libro III del Código Penal. ¿Superflua pirueta nominalista?
No exactamente. En lo que toca los hurtos, la frontera entre los delitos leves y los graves se tasa en 1 000 euros (artículo 84º del Anteproyecto). Ergo: a efectos prácticos, el procedimiento de faltas extiende sus dominios mucho más allá de los modestos 400 euros a que estábamos acostumbrados. O sea, trasvase de carga de trabajo desde los juzgados de lo penal a los de instrucción.
Pero es que ni siquiera se ha atrevido el legislador con una valiente decisión de economía procesal (lo que inevitablemente, al gestionar recursos escasos, contentará a algunos y molestará a otros). En realidad, el criterio definidor entre delito y falta no viene constituido por el tope mileurista, sino por la “escasa gravedad” (sic) del hecho punible. Transcribamos el proyectado artículo 210:
“1. El que, con ánimo de lucro, tomare las cosa muebles ajenas sin la voluntad de su dueño será castigado, como reo de hurto, con la pena de prisión de seis a dieciocho meses.
2. Si el hecho, por el escaso valor de los bienes sustraídos y la situación económica de la víctima, resultara de escasa gravedad, se impondrá una pena de multa de uno a tres meses. Esta norma no será aplicable en los casos en los que concurriese alguna de las circunstancias de los artículos 235 ó 235 bis.
En ningún caso se considerarán de escasa gravedad los casos en los que el valor de los bienes sustraídos fuera superior a 1 000 euros”.
Subsiste, pues, una zona gris entre los 400 y los 1000 euros donde se prevén batallas encarnizadas entre los magistrados instructores y los sentenciadores para aliviar su respectiva carga de trabajo. Y es que la indeterminación de conceptos como “el escaso valor de los bienes sustraídos y la situación económica de la víctima” pulveriza la seguridad jurídica hasta el punto de aproximar la exégesis legal al pintoresco mundillo de las mancias.
Vayamos, ahora, por las lesiones. Desaparece la noción de “tratamiento médico”. He aquí el proyectado artículo 147 (precepto 72º del anteproyecto de Código Penal):
“1. El que, por cualquier medio o procedimiento, causare a otro una lesión que menoscabe su integridad corporal o su salud física o mental, será castigado como reo del delito de lesiones con la pena de prisión de seis meses a tres años.
2. No obstante, el hecho descrito en el apartado anterior será castigado con la pena prisión de tres a seis meses multa o de uno a doces meses, cuando sea de menor gravedad, atendidos el medio empleado o el resultado producido.
3. El que golpeare o maltratare de obra a otro sin causarle lesión, será castigado con la pena de multa de uno a dos meses.
4. Los delitos previstos en los apartados anteriores sólo serán perseguibles mediante denuncia de la persona agraviada o de su representante legal”.
Centrémonos en el segundo de los apartados de esta norma. ¿Significa que el antiguo 617.2 cobra súbitamente carácter delictivo, por lo que su gruesa masa de litigiosidad se endosa, in toto, a los juzgados de lo penal? De entrada, sí. Adviértase que el 147.2 está castigado con prisión, por lo que resulta excluido de las penas leves y, por ende, del concepto del “delito leve”, al ser correlativas ambas categorías (ex artículos 13 y 33.4 del Anteproyecto). O sea que (salvo el maltrato de otra, transformado en “delito leve”) los juzgados de lo penal tendrán que absorber el chaparrón de lesiones que anega hoy día a los órganos de instrucción.
Diríase, a bote pronto, que el poder político ofrece un cambalache a la judicatura: las infracciones patrimoniales para los magistrados instructores y, a cambio, las lesiones para los sentenciadores. Ahora bien, a estos últimos se les endulza el trago al transformar las lesiones en delitos semi-públicos, según reza el cuarto apartado del trascrito artículo 147.
Este programa de reordenación se completa metamorfoseando algunas de las antiguas faltas en ilícitos civiles o administrativos. Como vemos, se trata de una reubicación de efectivos, una redistribución, suma-cero, de los recursos represivos del Estado de Derecho. Acaso vestir a un santo para desvestir a otro, ya que estos otros órdenes jurisdicciones tampoco andan sobrados de tiempo.
Ante semejante panorama es inevitable deplorar la pésima técnica jurídica de un legislador timorato que, incapaz de confesar sus verdaderos designios, se abandona a vanos juegos verbales (aunque sin la más mínima calidad literaria: “en ningún caso se considerarán…los casos”, perla lingüística del artículo 84º). Mas no nos quedemos en la crítica. Hagamos alguna propuesta constructiva:
¿Estamos seguros de que las faltas deben ser despenalizadas?
A los jueces, acostumbrados a lidiar con toda suerte de atrocidades, se nos antoja cosa de poca monta un insulto, un gesto procaz o incluso una tabernaria pelea de borrachos. En cambio, para los denunciantes se trata de acontecimientos traumáticos que desean resolver legalmente, no tomándose la justicia por su mano (heterocomposición adversus autocomposición).
Acaso una solución aceptable sería instaurar un procedimiento de arbitraje obligatorio para resolver tales conflictos veniales. Así, juristas ajenos a la carrera judicial (como abogados, docentes universitarios o incluso procuradores, elegidos por turno aleatorio entre una lista de profesionales intachables) juzgarían en una primera instancia administrativa (como un tribunal norteamericano) estas infracciones ínfimas. Eso sí, con rito judicial (toga y audiencia pública) para satisfacer las legítimas expectativas simbólicas de la ciudadanía. Asimismo, se complementaría con un procedimiento de revisión ante un órgano jurisdiccional cuya naturaleza jurídica se asemejaría a la de un monitorio, aunque nominalmente se conociera como “recurso”.
¿Cuál es el problema? Que habría que retribuir a estos árbitros judicializantes con una remuneración digna. Pero, si hacemos cuentas, es muy probable que fuese rentable, pues la descarga de trabajo de poder judicial sería más que notable. Y, además, movilizaría los recursos de unos juristas de cuyos conocimientos no estamos en condiciones de prescindir.
Como colofón, aplaudamos la exigencia de denuncia previa para substanciar las infracciones de lesiones. Es más, habría que plantearse extenderla también a delitos patrimoniales. Con todo, si el poder político se atreve con semejante trago, bébalo hasta las heces: debería acogerse sin trabas el perdón del ofendido, lo que favorecería la mediación entre los litigantes una vez incoado el procedimiento. Eso sí, en aquellos supuestos donde se presumiera que la inactividad del perjudicado obedece a presiones de la contraparte o a cualquier otro vicio de la voluntad (desde el miedo al error) el Ministerio Público estaría vigilante para entablar ex officio la persecución penal.
Evidentemente, esta propuesta, como cualquier otra, no es la panacea, nunca cabe descartar adversos efectos secundarios (como, por ejemplo, la confusión de la ciudadanía ante el canje de de los roles sociales del letrado y el juez, a la guisa anglosajona). Téngase presente, pues, que no son más que pensamientos en voz alta para propiciar un debate público. Pero sin travestismos lingüísticos ni maquillajes retóricos (las faltas no se transmutan mágicamente en delitos tras ser tocadas por la piedra filosofal de un legislador verbalmente imaginativo): “al pan, pan y al vino, vino”.
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